22 de febrero de 2014

El hombre de las cavernas, ¿era realmente tan bruto, sucio y vacío?

Unos bestias, unos guarros, unos melenudos, unos machistas, una gente sin mundo interior, unos salvajes cazadores, unos supersticiosos, unos xenófobos con otras tribus, unos torpes pintores, unos insensibles... Eso es gran parte de lo que creemos saber sobre nuestros antepasados prehistóricos. Gruñidos, empujones, arrebatos de ira y una autoridad basada en la violencia física por parte del jefe, son algunos de los rasgos que perfilan las películas sobre los hombres de las cavernas. Y no se llevarían un Oscar a la mejor ambientación científica, si lo hubiera. Por ejemplo en la cueva francesa de Cougnac, estudiada por José Antonio Lasheras, director del Museo de Altamira, se ha interpretado una figura humana de cuyo cuerpo parten líneas rectas como una escena de violencia entre personas, o incluso de ajusticiamiento. Pero ese es el único indicio, ya que las evidencias de violencia entre personas solo las tenemos a partir del Neolítico, cuando comienza la producción y acopio de alimentos. La violencia desbocada o ritualizada entre comunidades de cazadores recolectores en época moderna o reciente es cierta y bien sabida (en el Amazonas, en las tierras altas de Papúa, en el Chaco), pero no hay ninguna evidencia o dato científico para  atribuir esto mismo a los tiempos de Altamira, ni tampoco parecía existir una jefatura estable. Parte de la culpa de este malentendido la tienen quizá las películas, los libros, los videojuegos, la prensa y otros medios, que si bien permiten llegar el conocimientos sobre nuestros ancestros de la Prehistoria al público general, lo hacen de forma sesgada.
Un artículo científico los definía en 2011 con bastante gracia diciendo que esos divertimentos son “viajes lowcost en el tiempo”. El trabajo, “La Prehistoria que nos rodea y la falsificación del pasado”, lo firmaban Marián Cueto, del Instituto Internacional de Investigaciones Prehistóricas de Cantabria, y Edgard Camarós, del Institut Català de paleontología Humana i Evolució Social (IPHES). En él hacían un repaso a todas esas fuentes populares de las que bebemos los legos en la materia, para acabar advirtiéndonos, en cierto modo, de que nos estamos atragantando. El primer gran factor de despiste para el público general es el cronológico: la Prehistoria abarca el Paleolítico, el Mesolítico, el Neolítico y la Edad de los Metales... O sea, arranca nada menos que hace 2,85 millones de años hasta hace solamente 12.000. Y no solo tiene peligro generalizar sobre toda nuestra estirpe, sino sobre los individuos. Las personas serían, como siempre, unas más templadas o bruscas que otras, más conflictivas o menos, según el carácter y la educación, y los intereses de cada cual. Los investigadores aún se debaten entre dos estereotipos, exagerando hasta casi la caricatura, si nuestros ancestros fueron heroicos y violentos cazadores o humildes y pacíficos carroñeros. Pero, como individuos, no parecían ser más agresivos que nosotros. Aunque la cuestión de si se dedicaban a unas actividades u otras, y de si nos referimos a cuando el hombre era nómada o a cuando comenzó a cultivar y criar ganado, sí interviene en la violencia entre grupos o tribus, ya que no se encuentran evidencias arqueológicas de violencia intergrupal hasta los momentos finales de la Prehistoria, cuando los humanos se hacen sedentarios. También tendemos a pensar que el afán de supervivencia de la tribu dominaba sus instintos, y que eso les conducía a una permanente alarma contra los forasteros. De nuevo, un desmentido de los expertos: supervivencia, sí, pero siempre en términos de colaboración. Lo que se observa son redes de intercambio, tanto de materias primas como de conocimientos. Como ejemplos, en el primer caso se han detectado en la cornisa cantábrica utensilios realizados en sílex procedentes de Francia y colgantes de conchas procedentes del Mediterráneo. En el segundo caso, las pinturas rupestres del suroeste de Europa nos hablan de un sistema de comunicación compartido. Algo en lo que está de acuerdo el director del Museo de Altamira: ¿Amistad y fraternidad? Es lógico pensar que fueran estas las causas de la rapidez con que se propagaron y generalizaron ciertos progresos técnicos durante el Paleolítico, como la aguja para coser, el propulsor para lanzar dardos, la talla laminar del sílex y otros.
Aun así, podríamos ser tan primitivos como para pensar que, de nuevo, sus “relaciones públicas” tenían el fin de progresar y sobrevivir mejor, pero tampoco. Si esto fuese cierto, no habrían podido subsistir en esa época los más viejos ni los enfermos. En términos de supervivencia no son elementos valiosos para el grupo, pero se han recuperado restos humanos con malformaciones y patologías que requerirían la cooperación y la solidaridad de su entorno para sobrevivir. Y no necesariamente eran las mujeres las que se quedaban pasando la mano por la frente a los enfermos mientras los varones corrían detrás de los mamuts. No existe ningún dato objetivo que lo demuestre, aunque desgraciadamente, desde la Arqueología no podemos saber cómo era el reparto del trabajo en función del sexo, si es que existía tal cosa. Aun así, sea cual fuere el papel de cada sexo durante la Prehistoria, hay que valorar en su justa medida la importancia de cada actividad: cazar no es más importante que contribuir a perpetuar la especie o proveer al grupo de plantas, frutos y raíces, alimentos que se están revelando como importantes en la dieta según los últimos estudios. También puede desmentirse el tópico desde la perspectiva de José Antonio Lasheras: ¿Por qué en libros, revistas, películas aparecen niños con las mujeres y casi nunca con los hombres en las ilustraciones de Prehistoria? Es probable que sean apreciaciones teñidas por preconceptos.
De paso, esas preguntas delatan una mentalidad más lúdica, sensible y artística de lo que pensábamos. Aparte de coser, tenían tiempo para cantar: ahí están las flautas fabricadas en hueso de cisne o buitre y en marfil de mamut en el sur de Alemania, datadas en más de 30.000 años. Y a cuenta del arte y los abalorios rupestres (no siempre encaminados a ritos, por cierto), revelan que recientes investigaciones plantean incluso que los neandertales quizá decoraban sus cuerpos con pintura de ocre, plumas de pájaro y colgantes de concha. Por eso, reclaman que hay que acabar con el mito de que nuestros antepasados eran simples y sin un mundo interior rico. Precisamente, la posesión de ese rincón en la mente destinado a la imaginación y a la creación, es lo que nos hace humanos. Esa humanidad quizá olía más fuerte que el humano actual. Pero lo cierto es que desde Altamira nos cuentan que la suciedad es incómoda y perjudicial; la higiene es rentable, beneficiosa, y era una práctica habitual en cualquier comunidad. Y, desde el IPHES, Camarós añade que incluso los neandertales tenían su higiene. Usaban palillos para mantener los dientes limpios, demostrado porque esa práctica dejó unas marcas características en la dentadura. Y en las cuevas donde vivían y comían no tiraban los restos de la alimentación. Esos hábitos incluían la ropa y el pelo. Es más, la ocultación de las partes pudendas es cosa más histórica que prehistórica, y más bien se vestían para evitar el frío, sin más. Pero Lasheras advierte de que tampoco nos dejemos llevar por la lógica de las temperaturas, porque los indígenas patagones de comienzos del XX, ¡en ese clima!, iban prácticamente desnudos, cubiertos con pieles secas más que curtidas. Sí, pieles, porque los primeros telares tardaron en llegar. Por lo menos, sabemos que eran cavernícolas, ¿no? Pues no siempre. El Grupo de Investigación en Tipología Analítica de la Universidad del País Vasco publicó un artículo con pregunta incluida: “¿El hombre de las cavernas? Desmantelando un tópico”. En él, Mónica Alonso y tres compañeros apuntaban que no es que los primitivos viviesen exclusivamente en cavernas, sino que es más fácil que los vestigios y restos hayan perdurado si estaban a resguardo que si yacían a cielo abierto, expuestos a la climatología, los animales y el avance de la vegetación. Así que los arqueólogos y paleontólogos tienden a buscar preferentemente en sitios resguardados. Los autores del artículo ponían un ejemplo muy gráfico: “Entre 1999 y 2008 dentro del País Vasco, 88 han sido las actuaciones arqueológicas en abrigos o en cuevas, por solamente dos en emplazamientos al aire libre”. Tanto desmentido nos hace pensar que los primitivos e ignorantes ¡somos nosotros!


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